El reto: combinar en una sola actividad deporte,
música popular, comida, amigos, licor y pólvora - sí, de la que estalla y quema
- y al mismo tiempo hacerlo ver socialmente correcto.
La solución: Tejo.
Todo buen colombiano, especialmente
aquellos naturales del altiplano cundiboyacense, han jugado o conocen qué es el
tejo. Sin embargo, estoy seguro que muy pocos se han tomado unos minutos para pensar
en su verdadero encanto y auténtica esencia.
No hace mucho, un amigo me contó que por
alguno de esos motivos extraños de la vida terminó hablando con un extranjero,
tratándole de explicar qué era todo esto del Tejo del que tanto había oído
hablar. Me contó que la explicación se convirtió en una faena complicada que al
final dejó confusiones y una definición poco clara. No es para menos, explicar
cómo se mezclan todos estos elementos, parece difícil. Y lo es. Me di a la
tarea de tratar de explicarlo lo más concreto y directo posible y fue más
complicado de lo pensado.
En la mayoría de los intentos empezaba a
catalogarlo como deporte tal y como lo describe el himno oficial en su primera
estrofa:
Orgullosos cantemos al tejo
disciplina y deporte nacional
de esperanza y de fe en nuestra raza
es riqueza de nuestra nación
Mentira. Solamente porque el himno lo
diga, sea el deporte nacional, o incluso haya una liga oficial en el país no
puede ser clasificado así. Creo que el verdadero criterio para saber si una
actividad es o no un deporte es el cobro de la cancha. Para poder practicar
fútbol, squash, tenis, o billar es necesario pagar alguna tarifa por la hora de
uso del espacio. En tejo no. Las canchas de tejo las prestan gratis. Sí, a cero
pesos la hora, siempre y cuando se consuma licor. Y, una actividad donde su
única condición para ser gratuita sea el consumo de trago, no puede ser un
deporte, el tejo nunca se ha tratado de eso. Estoy seguro que desde su
invención por los muiscas hace más de 500 años cuando usaban un disco de oro de
680 gramos, su propósito no fue el de realizar deporte, para eso corrían,
cazaban o luchaban. El tejo nació como excusa. Aunque no tenían pólvora - ese
“engalle” hay que agradecérselo a los españoles - lo que buscaban era crear una
actividad que fuera socialmente aceptada por sus esposas, mientras se bogaban
las totumas llenas de chicha entre amigos. Genios. Hoy en día el secreto sigue
intacto. Cuando uno le dice a la novia, la esposa o los papás que se va a jugar
tejo, todo tranquilo, permiso fácil. En cambio, decir que uno se va a un
recinto cerrado, lleno de licor, objetos contundentes volando de un lado a otro
impulsados por borrachos y pólvora - faltaría solamente mujeres desnudas repartiendo
revólveres gratis - les prometo que el resultado sería distinto.
Al describir el juego, es increíble que
exista. Se puede practicar en cualquier momento. Se puede jugar al aire libre o
en recinto cerrado, en tierra fría o caliente, de día o de noche, un 15 de
junio o por qué no, un 25 de diciembre a las 9 de la mañana después de un señor
desayuno en el Cañón del Chicamocha. Pero aún más asombroso es su objetivo, y el
hecho que sea considerado legal. Se gana si se explota un papel en forma de triángulo
cargado de pólvora, con un pesado disco de metal a 19.5 metros de distancia mientras
se bebe cerveza, se canta a máximo volumen los éxitos populares de Jorge Velosa
o Giovanny Ayala y se termina de digerir una longaniza y un pernil de gallina. Como
si fuera poco, el lanzamiento hay que hacerlo mientras los mismos discos de las
demás canchas surcan a menos de un metro a la redonda. Pero, si se logra, no
hay mejor sensación al ver cómo se dibuja esa preciosa parábola que solo es
superada por el ensordecedor ruido de la pólvora explotando seguido por el "¡mechaaaaaaa!"
de los compadres de equipo.
Sin embargo, más allá de ese lanzamiento
perfecto, el encanto del tejo sin ninguna duda se debe a todos los elementos
que agrupa. Es por el tejo que la frase que durante muchos años no entendí, se
materializa: “la suma del todo es mayor a la suma de sus partes”. El tejo sin
amigos no tendría sentido, ¿a quién entonces se le celebraría en la cara una moñona
en el último tiro para no tener que pagar un petaco que parecía perdido? Sin
música, las mechas no sonarían, la celebración no tendría ritmo, el baile del
calamar no se hubiera inventado y el ir y venir de un tablero a otro sería
aburrido. Sin comida no estaría completo. Perdería la gracia entrar a una
cancha de tejo y no recibir esa bofetada característica del olor a pólvora
mezclada con fritanga. Sin olvidar que, gracias a ese sano delicatesen, se
puede experimentar la magia de ver a través de una servilleta de papel y apreciar
la forma como el tejo se desliza con mayor facilidad hacia ese objetivo sonoro
del lado contrario. Sin cerveza, no habría cánticos a grito herido, color en
las paredes o banderines colgados a lo ancho de la pista. Tampoco habría
impulsadoras ni rifas de termos, gorras o premios en efectivo. Pero aún más
importante, no habría equilibrio. Alguna vez le pregunté la clave del arte al
vecino - no se por qué todos los que están en la cancha son vecinos - que no
dejaba de humillar a sus retadores con explosiones constantes. "La
cerveza" me respondió. Me explicó que en la mano en la cual no se lleva el
tejo es imperativo tener una botella mientras se lanza. "Es la formula del
equilibrio perfecto" complementó.
Así entonces, la próxima ocasión que se
encuentren charlando con un extranjero de las bellezas y extrañezas de nuestro
país, no se olviden del tejo. Indiquen que no se trata de un deporte, ni de amigos,
ni de pólvora. Mucho menos de comida, música o cerveza. Se trata de todo eso
junto, del secreto de haber cumplido el reto.