24 de diciembre de 2010

De la Maldita Tómbola de la Vida




Aunque he tratado evitar temas controversiales – léase política, religión y fútbol – sería inadmisible no dedicarle un lugar en este momento a lo que cobra tanta importancia. A lo que en los últimos días ha ocupado tan gran espacio en nuestros medios. Sería injusto ignorar un semestre de enemistades y enamoramientos.  Odioso pasar por alto la mediocre felicidad producto de la tristeza. Falso no hablar de la convivencia pasional entre la rabia y la tranquilidad. Egoísta no mencionar el sentimiento inestable entre la plenitud y el gran vacío. Sería imposible no hablar de esa recurrente pero efímera ilusión alimentada por esa inagotable fe.

Desde la primera vez que lo vi, tal como dice el cántico de las populares, nació ese fuego interior que puso a rojo vivo mi corazón. Dictó mi color y animal preferido. Ese 2-1 contra el Deportes Quindío, hizo que me enamorara a primera vista. Sino fue el primero, es con seguridad de mis recuerdos más antiguos. Desde ese entonces me llaman iluso, perdedor de tiempo, apasionado, ciego, soñador, engañado y a veces ingenuo. Es cierto, soy todo eso. Como no serlo siguiendo a un equipo que nunca he visto alcanzar esa lejana estrella. Siguiendo a un equipo que no tiene la hinchada más grande del país. Siguiendo un equipo que no es ajeno a la cochina mancha del narcotráfico y la corrupción. Siguiendo un equipo que su palmarés polvoriento se congeló hace 35 años. Siguiendo un equipo de pagos atrasados y deudas constantes. A pesar de todo, como no serlo, si cada lunes espero que sea domingo solo para poder ir a verlo entrar a la cancha y volver a sentir lo mismo que esa primera vez.

Por increíble que parezca, no estoy solo. Como yo, hay otros 7,000 de rojos corazones. Igual de idealistas y soñadores. La inmensa mayoría nunca lo ha visto dar esa anhelada vuelta. Como yo, son hinchas de corazón, sin razón. Como ser de otra cosa si es que a nadie le gusta perder. Solo ellos entenderán que significa ser hincha de este equipo. Solo ellos disponen de la locura suficiente para ser parte de esta parábola.

No lo niego. Probablemente el domingo 12 de diciembre nunca se me borrará. Esperé ilusionado desde el miércoles anterior. Fantaseando en nubes que nunca habían estado tan altas sobre lo que podía ser, sobre el que pasa si. Con una sonrisa que expresaba una mezcla entre emoción, alegría y nerviosismo me fusioné a la multitud que añoraba lo mismo que yo. La angustia y la impaciencia aumentaban a medida que pasaban los minutos. Cada uno de los 88 minutos que pasaron duraba una semana entera. Finalmente, pasó. Un vacío inmenso se adueñó.

Si hay algo aún más impresionante que ver 26,000 personas desenfrenadas, cantando al unísono, saltando, haciendo el estadio temblar, es ver a esas mismas 26,000 personas calladas, totalmente enmudecidas. Ni siquiera en un minuto de silencio había sentido el escalofriante sonido del silencio repicar tan fuerte. 26,000 almas se desmayaron al mismo tiempo. Por primera vez en mi vida, pude oír las voces de los jugadores del equipo contario celebrando. Me quedé esperando, tratando de entender que había pasado. Aún hoy no logro entenderlo. Es doloroso ver como en menos de un abrir y cerrar de ojos, la historia que ya se cree propia, pasa a manos ajenas.

Es probable que nadie lo pueda expresar mejor que ese predicador bohemio francés enamorado de Suramérica. La vida es una tómbola. Pero que maldita tómbola; un depósito en constante movimiento repleto de fichas esperando a ser alcanzadas por esa mano controlada por la diosa fortuna. Así también es el fútbol, su mejor símil, la fiel representación de tan irrefutable verdad aún más en nuestro país. Acá no existen líderes perpetuos como en el viejo continente. Acá, al parecer, todo recae en la aleatoriedad que proporciona el momento. El problema reincide en que ese momento siempre pertenece a otro. Como lo expresaba en días recientes Matador en su caricatura diaria en algún periódico de nuestro país, el momento para los nuestros toma forma fugaz. Parece además condenado a repetirse cada seis meses por toda la eternidad.

Al igual que a Matador, me contenta que el equipo les haya dado tanta alegría – nunca me hubiera imaginado cuanta – a tantas personas. Que les haya cedido el material necesario para trabajar y tratar de destruir lo que ya está devastado. Para los que disfrutan, adelante, ya sentimos lo peor. No hay nada que pueda hundirnos más. Me halaga que mis amigos se acuerden de mi en las malas. Gracias por sus llamadas y mensajes. Con los que he perdido un poco el contacto o con los que nunca he hablado de mi equipo, me agrada que se hubieran tomado el tiempo para escribirme a mi celular, a mis correos y a Facebook. Gracias también a los que compartieron chistes conmigo, hace mucho no me reía tanto. Espero que en las buenas estén también ahí. No tenía ni idea de la cantidad de personas que estaban pendientes del equipo. Que alegría saber que lo siguen tantos. Que alegría saber que no es que no les importe el fútbol colombiano, sino que solo necesitan la ocasión perfecta para acordarse que existe.

Me quedaré esperando como el idealista que soy, paciente e indefinidamente, que algún día pueda ver como lo ajeno por fin se convierta en propio. Seguiré siendo iluso, perdedor de tiempo, apasionado, ciego, soñador e ingenuo. En últimas, estoy seguro que cualquier cosa – incluso eso – puede pasar.

La vida es una tómbola y arriba y arriba.

A manera de aviso legal, entiendo que lo escrito acá pase desapercibido por la gran mayoría. Entiendo que no entiendan porqué muchas veces la pasión se sobrepone a la razón. Que nada de lo anterior califique como un “motivo”. Que sea incluso hasta ridículo y razón de burla . No me importa. Soy hincha de Santa Fe y como eso escribo.

9 de diciembre de 2010

Del Verde y la Paciencia



Cuando oí el “crack” justo antes de lo que iba a ser el mejor gol de mi vida, grité. No solo del dolor y la rabia, sino también por lo que venía; otra visita a “urgencias” en alguna de las más “prestigiosas” clínicas del país.

Verde, amarillo o rojo. Esas son las tres etiquetas que existen para catalogar a los pacientes que entran por “urgencias”. Uno no puede escoger. Ellos, a ojo, ponen la que les parece. A mi desafortunadamente – no me creyeron la cara de dolor – me pusieron la verde.

Cada color tiene una connotación distinta. Como en un concierto, hay derechos, privilegios y servicios que se pueden obtener dependiendo de la boleta. Verde equivale a gallinero. Hay filas para todo – incluso los baños. Las sillas, cuando hay, son incómodas, no hay servicio personalizado, hay poco espacio y la gente por lo general no sabe que está pasando, se entera por diferido. No importa la pataleta que haga. El atributo de los verdes es tener que ser pacientes, realmente pacientes.

Cuando llega un amarillo o rojo, hay que darle paso. No importa si hay 100 verdes esperando desde hace 3 días, cuando llega uno de ellos – normalmente en limosina con sirena – muestra su pase VIP e inmediatamente le levantan las cadenas para que, por el tapete rojo, pase al frente de la fila. Los verdes, esperando atrás. Como si a cada uno lo sometieran a ese escáner humano popular en las discotecas codiciadas de la ciudad que exige la camisa de cuello y los zapatos de marca para poder entrar.

Ya adentro, me ilusionaron con la rapidez en la toma del pulso, la tensión y el registro en caja: “Menos de 10 minutos y ya he hecho todo esto, seguro me atienden rápido”. Mentira. Todo se fue al piso cuando le pregunté a la señora que atendía en la caja más o menos cuanto faltaba para que me atendieran. Creo que la mayoría sabemos que significa: “Mmm… la verdad no sabría decirle”.

Desalentado, empujé mi silla de ruedas hasta seguir el patrón de las demás que estaban fijas en la sala. En la sala de espera había de todo. Desde la jovencita acompañada por su mamá con tos más falsa que un billete de 3,000, hasta el tipo que llegó con el casco destrozado y golpes comprometedores producto de la caída en su moto en la 85 con circunvalar. Busqué distraerme, dejar a un lado el dolor. El televisor LED trasmitía Animal Planet.  Un especial de 5 episodios en línea de César Millán en el Encantador de Perros. Estoy seguro que ya podría escribir un manual para hacer que su perro deje de morder las pantuflas.

Después de un par de horas, se asomó un doctor recién egresado anunciando mi nombre. Como si se tratara de la última ficha para completar el Bingo, alcé la mano emocionado con una leve sonrisa. Mi hermano, un poco más desesperado por esa combinación entre el humor perruno, la espera y los olores particulares del hospital, me empujó hasta el consultorio 6 donde ya esperaba el Doc. Viendo mi pinta deportiva, un pie inflamado con hielo y, sabiendo que llevaba en pantalla horas resaltado en verde, me preguntó con la displicencia que usa cualquier tendero a medio día: “Cuénteme, ¿en qué le puedo ayudar?” – que descaro. Ahora que lo pienso me hubiese gustado contestarle que había hecho fila para preguntarle por la mamá. En vez, le conté la historia. Me respondió que debía tomarme radiografías para descartar una posible fractura. Pasaron 5 minutos y ya estaba otra vez por fuera del consultorio: “Espere en la sala que ya lo llaman” – que alegría.

Otro episodio. Rex había sido malcriado, estaba acostumbrado a ser el rey de la casa, el líder de la manada. Cualquier cosa que quería – sigo sin entender como hacían los dueños para saber lo que quería – Rex la obtenía. La lista de juguetes en su posesión era – ésta la oí hace poco en el estadio – más larga que peo de culebra. Monumental. La dueña no actuaba con él de manera calmada y acertada. Un caso perdido de no haber sido por el realizador del sueño americano. Menos mal.

Justo en la mitad del siguiente capítulo, cuando mi hermano ya cabeceaba igual que esos perros que se encuentran por lo general en los carros de color amarillo, salió un doctor a llamarme. Este era diferente, un poco más joven. Era el que me tomaría las radiografías. Después de poner mi pie en posiciones poco naturales, me llevó a otro consultorio donde la enfermera entró unos minutos después para ponerme una inyección de Voltaren para aliviarme el dolor. Me pidió que me bajara la pantaloneta y me acostara boca abajo. Sentí un leve pinchazo que dio paso a un flujo constante y espeso parecido a plastilina. El dolor pasó del pie a la nalga derecha. “Listo, espere en la sala que ya lo llaman”. Esta vez me tocó esperar de ladito.

Alcancé a ver el final del episodio. Mostraba un video casero hecho por los dueños de Cookie dándole las gracias al encantador por haberlos educado a tratar al perro como perro. A las tres de la mañana salió el doctor que me atendió la primera vez. Consultorio 5 esta vez. Me dijo que creía que tenía un esguince. Que creía que la radiografía no mostraba nada más.  Sin embargo, no estaba seguro. Que mi lesión la tenía que ver un ortopedista. Para mi sorpresa, no me mandaron de nuevo a la sala de espera. Me mandaron a la casa. Resulta que no había ningún ortopedista de turno, o por lo menos ninguno que pudiera atenderme. Me dieron un papel para que volviera a las nueve de la mañana ese mismo día. Se la fumaron verde.

Me toco repetir el mismo proceso. Entrada, turno, pulso, tensión, admisiones, médico general, especialista. Todo en 3 horas – que eficiencia. Al menos me habían cambiado el programa por Día a Día y Gata Salvaje en Caracol. Salí verde. En definitiva creo que no volveré a “urgencias” a menos que sea amigo del camaján de la entrada y tenga el pase VIP que me ponga al frente de la fila. Ojalá no sea pronto.

21 de septiembre de 2010

Del Susto Más Grande de Mi Vida



Sí. Por increíble que suene y por más vergüenza que me de, es cierto, a mí me pasó; “se me bajaron las paperas”. Tengo pruebas.

Tengo la firme creencia que me diseñaron mal. Que algo pasó cuando estaban haciendo el molde del que salí. El tipo encargado de fabricarlo, cuando iba por la parte de la garganta, se descuidó. Se le cayó algo, o le faltó hacer algo. En últimas, salí mal.

A pesar que me considero una persona sana, la garganta siempre ha sido mi karma. En los paseos del colegio, en la maleta que me ayudaba a hacer mi mamá, o más bien que a veces yo le ayudaba a hacer a ella, nunca faltó el fajo de pastillas de Mebucaína y la botella de color verde de Benzirin que metía en una bolsita mientras me decía: “seguro coges algo por allá, es mejor prevenir”. Dicho y hecho – no se por qué las mamás tienen ese poder más que de videntes, de poder convocar tragedias. Lo que empezaba como una simple molestia, escalaba gradualmente hasta convertirse en un dolor punzante que me obligaba a ir al médico a oír el mismo diagnóstico: la famosa amigdalitis. Antibiótico y a la cama.

Se volvió un rito. Religiosamente, cada 3 meses me sentaba en urgencias a esperar la misma receta. Para empeorar las cosas, no sólo el dolor era cada vez mayor sino que se empezaron a generar abscesos - bolas, llenas de materia bastante desagradables – que me tenían que drenar. Me rociaban disque anestesia para que después disque no sintiera el bisturí que usaban para hacerme un corte en la garganta.

Después de 4 o 5 veces, me decidí operar. Quitarme finalmente las amígdalas con la ingenua pretensión de no volver a enfermarme nunca. Aparte de rescatar el hecho que gracias a los efectos de la anestesia general tuve el coraje de pedirle el celular a la que habría sido mi instrumentadota quirúrgica – por cierto, nunca me lo dio – la operación y el periodo de recuperación no fueron muy divertidos. Sin embargo, ya había salido de eso, no más dolor.

Como si se tratara de vengar por haberme intentado escapar, el karma volvió aún peor. Pocos meses después, el dolor nació y empezó a crecer, la cara se me empezó a hinchar día tras día, el tamaño no era proporcional al cuerpo. Empecé a verme como una caricatura. Mi boca se perdía entre la gran superficie y mis cachetes parecían tener bombas de feria por dentro – los de Kiko se quedaban en pañales. Volví al médico.

¿¡Paperas!? Esa enfermedad se supone que ya no existe, para eso recibí las dosis de la triple viral – sigo buscando que se imparta justicia a la persona que seguro dejó caer al piso alguna dosis y por remplazarla llenó algún otro envase con agüita pensando: “eso seguro no pasa nada”. Quién sabe qué me inyectaron. Casi un mes en reposo total, no podía salir ni nadie podía visitarme. Tenía mi propio set de cubiertos. Con las personas que hablaba me decían que me cuidara, que eso podía ser peligroso. Mi abuela – en su función de mamá convoca-tragedias – dijo: “hijo, no se vaya a mover nada, ni un centímetro, eso si se mueve, se le bajan”.

Casi terminado el mes – ya la inflación estaba cediendo – alegre de mi evolución y entreviendo la luz al final del túnel, me acosté con un dolor leve en la zona abdominal. No le paré muchas bolas – digamos que él a mí sí. Me desperté con un malestar agudo. Como cualquier hombre corriente, me levanté de la cama derecho al baño. Oh sorpresa cuando descubrí que algo no estaba del tamaño acostumbrado. Me paré sin ropa frente al espejo. Preocupado, nervioso, temblando y con los ojos aguados, alcancé a decir en voz alta: “hijueputa… se me bajaron”.

Desesperado y consciente del peso que ahora cargaba, caminé a la máxima velocidad posible de regreso a mi cuarto a esperar por lo que parecieron horas a que el computador se prendiera. Acudí a San Google en busca de conocer exactamente qué me había pasado. Lejos de tranquilidad, la búsqueda aumentó mi preocupación. Expresiones como “atrofia completa”, “disminución de tamaño”, “infarto testicular”, “consiga atención inmediata”, y mi favorita, “infertilidad”, hicieron que mi imaginación volara y empezara a plantear miles de escenarios, ninguno positivo. Pensé que si pudiera devolver el tiempo, hubiera ido a un banco de esos a guardar una parte de mí para poder usarla en el futuro. Tratando de buscar una segunda opinión un poco más positiva, llamé a un amigo versado en el campo de la medicina. El tipo, en medio de mi confesión y sin importarle mi estado anímico, estalló en risa: “vaya rápido al médico”, se limitó a decir. Me quedé pensando en cómo decirle a mi mamá lo que había pasado. Salí del cuarto, caminé – cada vez con mayor dificultad – hasta la cocina: “mamá, necesito que me lleves a urgencias… creo que las paperas se me bajaron”.

Para empeorar las cosas, me tocó una médica chusca. Le conté la historia de las paperas y, con lo poco que había aprendido, intenté poner la situación en términos médicos. Me miró raro, como sabiendo que hacía lo posible para no deshonrarme. Para descartar otras lesiones, estableció que tenía que tomarme una ecografía; acostado, con una bata, ungido con gel frío y con un aparato que se movía y que trasmitía las imágenes que captaba a una pantalla en blanco y negro. Esperando a que me la hicieran, las dos señoras embarazadas que estaban adelante mío en la fila, me preguntaron si esperaba por mi “esposa”. La que llegó con el turno posterior al mío, al verme entrar solo, me miró extrañada.

Salí con la experiencia chuleada de la ecografía directo a un especialista. Entre semanas de fiebre alta, dolor de cabeza, dolor abdominal y un sentimiento de pesadez - de literalmente estar cargando un peso extra en las joyas de la familia - transcurrió la recuperación. Con la excusa de visitarme, “amigos” llegaban a la casa para ver el souvenir de esa ecografía que retrataba mi lado izquierdo unas cuatro veces más grande que la vecina de la derecha. A disfrutar del mal ajeno.

Para los preocupados, todo salió bien. Fue sólo el susto más grande de mi vida. Lo mejor de todo, ya soy inmune, me explicaron que no puede haber segunda vez, que al igual que con la vacuna, es imposible que a uno le vuelvan a dar paperas.

13 de septiembre de 2010

Del Arte del Piropo


El piropo, conteniendo un amplio espectro de atribuciones y variables maleables, debe ser considerado como una nueva rama de las disciplinas artísticas.

Usualmente cada 15 días, como si de un extraño culto se tratara, asisto fervorosamente al templo de cultura y pasión al que me inscribieron involuntariamente por primera vez hace ya casi dos décadas. En mi más reciente visita al santuario descolorido de la 57 – por estos días se encuentra más gris que nunca – el sermón, esta vez, llegó a su cúspide en el desfile de porristas frente a miles de feligreses acontecido justo en la mitad de la misa. Una explosión de sabiduría, creatividad y recursividad que me abrió los ojos. Me dejó en un estado inusual; entre estar conmovido y conmocionado. El conocido halago dirigido hacia las animadoras, tomó una dimensión desconocida que me llevó a reflexionar profundamente. Me dí cuenta que el piropo, sin lugar a duda, es un arte.

Es comparable, incluso, con las más aceptadas y respetadas disciplinas como la pintura, la música o la literatura. En esencia no difieren: son vehículos a través de los cuales se pretende expresar una visión del mundo, una idea o una emoción partiendo de características culturales específicas. La diferencia yace y se limita apenas por el recurso que se emplee. Existe una variedad de géneros que componen la materia y eruditos que han logrado llegar a la cima de su expresión.

Si nos remitimos  a la primera definición del diccionario de la real academia española, detallan el piropo como una piedra fina de color rojo fuego, un rubí. Aunque acá, por lo menos para la mayoría de gente, adopta un significado un poco diferente - un cumplido, usualmente acompañado de un símil o una metáfora hecho a otra persona para ganar su voluntad y subir la moral – la primera definición no deja de ser cierta. Claramente existen unas joyitas de piropos, unos verdaderos rubís.

Así como existe el impresionismo, el surrealismo y lo abstracto en el arte, el bolero el pop y el reggae en la música y el narrativo, el poético y el dramático en la literatura, el piropo posee géneros que dividen su amplio campo de acción.  Aventurándome a crear la primera división de este nuevo arte, diría que el criterio de clasificación depende no sólo del contenido del mismo sino del tono de voz utilizado al emitirlo y el objetivo deseado. Crearía tres géneros.

El tosco o rústico. Este es la forma de arte más popular. Encontrado en abundancia en lugares públicos que tienen gran afluencia y movimiento de gente, en su mayoría integrantes masculinos. El estadio, las construcciones y los afiches que sirven de decoración en las fondas paisas son buenos ejemplos. Por lo general, el piropero – el que lleva a cabo el arte del piropo, igual que pintor, músico o poeta – lo efectuará en público, a una distancia prudente del objeto a deleitar y a altos volúmenes con el deseo de fundar carcajadas entre los presentes y lograr la aprobación de sus allegados. Usualmente utiliza metáforas directas y altamente descriptivas que puede decorar con objetos, animales o profesiones: “en el trancón de mi corazón, tu eres la buseta que más pita”, “nadie sabía que eras un ángel… hasta que abriste tus alas” o “preséntame a tu ginecólogo para…” – por decencia se dejan a la imaginación del lector. Previo al acto, se acompaña de un silbido de tono agudo y algún sinónimo de bonita – léase mamasita, mi amor, hermosura, hembrita, etc.

El casual o inesperado. Es el más versátil e inquieto de los tres. Se realiza comúnmente en lugares y eventos de reunión social. Este es mucho más privado – si se da en grupo es común que se utilice un tono de voz un poco bromista – por lo general participan únicamente el piropero y el piropeado. Normalmente, dadas las condiciones del ambiente - música alta y gente alrededor – se realiza cerca de la otra persona para que sólo ésta lo pueda oír utilizando un tono de voz no muy alto. Tiene la naturaleza de tener un alto potencial pero al mismo tiempo ser recatado. Si se esgrime de gran manera tiene la propiedad de crear duda: “¿qué habrá querido decir con eso?”. Podrían caer en el género el “te ves increíble hoy” o “¿qué te gustaría desayunar?” depronto – raspando – un “¿tu has ido a Venus? Porque yo voy a Marte todos los días”.

El refinado o elegante. Ocurre raramente. El género femenino podría alegar que está en peligro de extinción ya que su esencia habita en pocos ejemplares. Este tiene la propiedad de ser uno más elaborado dirigido a una sola persona. Usa información privilegiada de gustos específicos. A veces incluso, no se limita a las barreras del lenguaje, va siempre más allá. De pronto un dibujo, una canción o una artesanía. Es planificado y por lo general tiene un objetivo superior que busca sellar un paso o abrir camino hacia otra etapa. Marca un hito. Por obvias razones, está dirigido a una persona que ya se conoce.

El nuevo arte es tan flexible que el piropero no está encasillado en un género en particular, si bien puede buscar la especialización, los limites entre un género y otro carecen de barreras, son perfectamente transitables. Un piropero podrá tener la fortuna que no tuviese Pablo Neruda si hubiese escrito una comedia o que no tendrá Paco de Lucía si lanza una nueva canción de reggae en inglés. El género, más que depender del autor y su época, depende de otros elementos: de la persona piropeada y la reacción que se espera, del ambiente y claramente, del lugar; todos maleables al creador.

Consciente de la gran importancia y del potencial subvalorado que tiene este tipo de arte en la vida cotidiana, los invito a la meca que logró inspirar esta entrada. A que agucen el oído – seguramente descubrirán el final del ejemplo de piropo rústico – y se dejen seducir por los varios ilustrados que durante 15 minutos pregonan las más creativas y profundas frases que sin duda alguna los llevarán, sino a iniciarse, por lo menos a pasear un rato a través de la universidad del piropo. A que lo apoyen, lo practiquen y a convertirse, porqué no, en un artista de talla mundial – eso, o un dueño de una fonda más.

29 de agosto de 2010

De Algunos de Mis 32 Elegidos



La tarea de escoger a 32 integrantes que ocupen el refugio de 50 metros cuadrados no es trivial. Hay que respirar, tomar una pausa, recorrer calmadamente la amplia gama de personajes y procurar escoger los que son. Hacer del resguardo uno “ideal”.

El pasado 5 de agosto, aproximadamente a las 2 de la tarde, 800 kilómetros al norte de la capital chilena en mitad del desierto de Atacama, se produjo un hecho impresionante. Como si para el país cercano no hubiese sido castigo suficiente el terremoto de 8.8 en la escala de Richter en febrero pasado, hubo un derrumbe en la mina de oro y cobre San José. 33 trabajadores quedaron atrapados a casi 700 metros de profundidad. Al parecer – de lo que he leído en los diferentes medios - se encuentran en un refugio, una especie de bunker de seguridad, de unos 50 metros cuadrados. El gobierno chileno ha logrado entablar comunicación con ellos para establecer su situación y proporcionarles medicamentos, comida y oxígeno. Ellos, en primera instancia, a través de pequeñas cartas enviadas mediante sondas y después mediante una especie de citófono con línea directa al presidente Sebastián Piñera, expresaron que se encontraban sanos y con ansias de salir y ver la luz natural otra vez. Debido a la naturaleza del derrumbe, del terreno y a la gran profundidad a la que se encuentran, se estima que el rescate podría tomar hasta 4 meses.

Inevitablemente, mientras leía algunas de las noticias relacionadas y los comentarios inspirados por las mismas – usuarios inmersos en debates interminables tratando de responder si el hecho es un milagro o una tragedia – empecé a divagar, me alejé de la esencia y de la seriedad de la noticia hasta el punto donde me pregunté cómo sería vivir 4 meses en sólo 50 metros cuadrados con otras 32 personas. No sólo eso, empecé a pensar, si pudiera escoger, con quién preferiría quedarme encerrado, con quién pasaría un mejor rato, con quién habría menos conflictos, con quién se me pasarían esos 120 días más rápido, con quién no me aburriría.

El Cuentahuesos. Es el primero que se viene a mi mente, seguro lo escogería. De las pocas personas que pueden relatar chistes dogmáticamente funestos y aún así contener la magia suficiente para hacerme reír. Aunque estoy seguro el repertorio no es tan grande como el de José Ordoñez y sus 70 horas seguidas que le dieron el privilegio de ocupar un puesto en el libro Guinness, creo que el “haga así, haga así, este sí es bueno” haría un poco más cortos mis días, no me cansaría de oírlo. Mentiras, tal vez sí. De igual forma, sería innegablemente más aguantable que despertarse 120 mañanas con el melodioso tono del “pre, pre, pre, pregunta”.

Si bien es cierto que los mineros atrapados son todos de género masculino – ¡2,880 horas sin ni siquiera ver una sola mujer! – me daré el permiso de incluir algunos personajes del sexo opuesto. Siguiendo con la tónica de Sábados Felices, me llevaría también a la Gorda Fabiola. Si por alguna razón las sondas del gobierno, que no sólo conectan y comunican el refugio con el mundo exterior sino que tienen la función de abastecer y transportar víveres esenciales, llegaran a fallar, no quiero que haya duda alguna cuando se esté tomando la decisión de qué hacer después.

Para poder conciliar el sueño, llevaría a Amaia Montero. Con su acento, la pondría a que me cantara todas las noches una de sus canciones. Calmaría cualquier tipo de tensión o aspereza que se haya generado durante el día, dándole vía libre a una noche más tranquila y pacífica. Soñaría todos los días con los angelitos.

Traería a Andrés Peñate o a algún otro ex director. No podría permitir que existieran divisiones que originaran peleas entre los 33. Le pediría ayuda a MacGyver en la construcción de una red cerrada y a Ethan Hunt en su instalación – al fin y al cabo, no creo que sea una misión fácil hacerlo en 50 metros cuadrados sin que nadie se dé cuenta – Pediría reportes periódicos para mantener a los integrantes del refugio bajo supervisión voluntaria, inhabilitando la conformación de cualquier tipo de oposición.

Para hacer el tiempo más llevadero y tomando ventaja de la situación, traería una voluptuosa volquetada de modelos –de esos amores a primera vista que se ven en las grandes revistas y amplias pantallas de cine – Inclinaría considerablemente la balanza del equilibrio entre los géneros; que no les quede mucho de dónde escoger, que al menos una se tenga que contentar conmigo, que me utilicen. Megan Fox, Jessica Alba, Eva Longoria, Scarlett Johansson, Angelina Jolie. Nacionales también. La lista podría continuar de manera interminable. Complementaría el grupo con una porrista vestida con el uniforme rojo y blanco.

Pensándolo un poco más juicioso – tengamos en cuenta que son 120 días bajo tierra – trataría de sacarle algo de provecho a ese período. Finalmente, para completar los integrantes, escogería un hábil, paciente y talentoso erudito de los idiomas. Mmm… mejor erudita, no quiero alterar la balanza. Con conocimientos y experiencias enseñando portugués e italiano. Me gustaría pensar, considerando la situación, que le dedicaría al menos 2 horas diarias a instruirme en estos dialectos. 240 horas de clase en total. Suficiente tiempo para salir del refugio y poder dar declaraciones en múltiples idiomas: todo un políglota.

Espero que en ese grupo de 33 mineros haya una gran variedad de personalidades. Que logren, entre todo, poder compartir y reírse la mayoría del tiempo, evitar en lo posible las discordias y conflictos, tal vez sacarle algún tipo de provecho a la situación – quizás escribir un libro con las anécdotas que surjan – que sean ejemplo de convivencia para el resto de la sociedad. Que ridiculicen al reality de Gran Hermano.

Así como hace 2,000 años se dice que Jesús resucitó a sus 33 años, espero que los 33 asciendan a la luz después de 120 días enterrados.

17 de agosto de 2010

De la Primera Historia del Corazón



Frases como: pedir el cuadre, estoy tragado, lo voy a pensar y nos rumbeamos, vienen a mi otra vez.

No sé qué tanto se acuerda la gente de su primer romance, de esa primera persona o de ese primer beso. De ese amorío que despertó del profundo sueño a las inquietas hormonas culpables de estimular tímidamente la curiosidad. Hay algunos que escasamente se ubican en un periodo de tiempo: “Eso debió ser entre los 13 y los 15. Creo que fue en Massai… o fue en Discovery ¡Ah! Mentiras, eso fue después. No sé, la verdad no me acuerdo muy bien”. Hay otros en cambio, que parecen tener un video lleno de detalles que se reproduce cada vez que se les pregunta y automáticamente los transporta a revivir el momento. Saben qué día fue, en qué lugar, el clima que estaba haciendo, y la canción que estaba sonando. Yo creo que soy de estos últimos.

Me acuerdo de todo eso por lo único y extraño que fue; por el cómo, el dónde y el quién. Pero sobre todo, me acuerdo por la sonrisa que no se me borraba – no se me borró durante mucho tiempo - ante la cara, mitad atónita y mitad llena de rabia, del par de amigos que presenciaron el evento en vivo y en directo.

Érase el año 2,000, el comienzo del nuevo siglo. Que gran comienzo. Como parte de un viaje organizado por el colegio, habíamos partido emocionados en el verano hacia el viejo continente sin imaginarnos lo que podríamos encontrar. Alguna universidad de Oxford fue nuestro destino y lugar de asentamiento por los siguientes 30 días. Creo que el objetivo principal del viaje era ir a aprender inglés, creo. Personas de distintas partes del mundo llegaron al mismo campus también. Italianas, de esa nacionalidad había. Estoy seguro que había gente de otros países pero la verdad no me acuerdo muy bien.

Las clases eran de lunes a viernes de 8 a 12 de la mañana. A discreción íbamos cambiando el horario que terminó siendo de 10 a 12. Me acuerdo que nos asignaban la clase y el grupo de acuerdo al nivel de inglés que se había demostrado en el examen de opción múltiple que presentamos apenas llegamos. La estrategia: equivocarnos en algunas, obtener resultados diferentes para diversificarnos entre los grupos disponibles y ampliar las opciones de conocer más gente. Sirvió. No había pasado una semana y ya habíamos aprendido refinadas indecencias en al menos 4 idiomas. Varios ya salían a media noche buscando habitaciones más acogedoras.

Al final de cada semana se actualizaba el léxico, las aspiraciones y las parejas. Algunos se despedían empapados en lagrimas con regalos colgados de las manos, mientras otros esperaban con ansías la renovación, pensando que tal vez en ese nuevo vuelo iba a llegar el verdadero amor de verano. Arribaba un nuevo cargamento a veces de un nuevo país, otras de alguno que ya había estado. Una gran tarde de junio, el renacimiento por fin se dio. Momo y su “senza una donna, no more pain and no sorrow” abrieron paso a la redención. Como diría el amigo Peter Manjarres, me tragué. Una diosa - no era para menos - había descendido al mundo terrenal directamente del Olimpo. Simplemente perfecta.

Haciéndole honor a su nombre, sin importar por donde pasaba, el recinto adquiría una luz sobrenatural, se iluminaba, el cielo se despejaba y los pájaros entonaban sus melodiosos cánticos. Como hipnotizado me quedaba mirando fijamente esos ojos color esmeralda. En los corredores, en el almuerzo, en los recreos, durante cualquier actividad los buscaba. Yo también creo que me miraba. Pero era solo eso. Las piernas me fallaban, dejaba de sentir la lengua, mi boca se secaba y era incapaz de abrirse cada vez que la tenía cerca; era mucho para mí, era de otra liga. Aún así, nos seguíamos mirando.

Como era costumbre, por las noches antes de dormir o de salir a desafiar las mediocres rondas de los guardas, nos reuníamos todos en el cuarto del vecino a hablar de la historia de cada día, de las hazañas de algunos y de las desgracias de otros. Les contaba que ella me miraba. Se reían, se burlaban, no me creían. Me relataron cómo ya había rechazado a varios que con gran valentía habían asumido ese reto que parecía imposible. Me decían que era imposible.

Finalmente ese domingo de resurrección llegó ¿Cómo olvidarlo? 3 fuimos los que salimos del “Q-Zar” esa tarde con rumbo al McDonald’s de la calle más popular de la ciudad. Nos encontraríamos ahí con el resto. Como podíamos pasábamos a través de la calle infestada de gente. El sol brillaba y el cielo estaba completamente despejado. Una mano desconocida me tocó el hombro por atrás, de inmediato interrumpió la animada discusión acerca de cual era la mejor estrategia para triunfar con las pistolas de láser. “Sorry”, dijo una dulce voz que nunca había oído. Me volteé y sin pedir mi aprobación, su cara se acercó a la mía. Me rumbeó. No le tuve que pedir el cuadre y nunca dijo que lo iba a pensar, simplemente me rumbeó. Inexperto en el tema, y dejándome llevar por el momento, me limité únicamente a abrir la boca, mientras que por el impulso generado por la envidia, peniques arrojados por los dos pasmados espectadores golpeaban mi cabeza. No los sentía. El tiempo paró, al mejor estilo de Hollywood, una cámara que captaba hasta el más mínimo detalle giraba en círculos alrededor mío.

Ese momento me enseñó que el primer beso siempre se da con los ojos, que las cosas deben fluir y no ser forzadas, que la iniciativa en la otra persona cautiva, que no existe mejor frase de apertura que “sorry” y que no hay que creerle a los amigos cuando de historias del corazón se trata.

Sé que alguna vez en mi vida la volveré a ver, la tengo que volver a ver. Ojalá así sea.

4 de agosto de 2010

De las Memorias de un Viaje Irreal



¿Vas a ir así? ¿Trasnochado y tomado? No papá, trasnochado y feliz.

Es probable que si un viaje comienza de tal forma un sábado a las 6:15 de la mañana, augure cosas “interesantes”. Más aún si se trata del evento de mitad de año de la oficina, donde no solo asistirán compañeros sino superiores; jefes, gerentes y socios.

Una sola tarea, una única responsabilidad. Simple; llámame, me despierto y nos vamos juntos. 3 fue el saldo de las llamadas perdidas antes de la vencida, no se porque tenía el celular en silencio, raro. Aún así la tarea seguía siendo clara; llámame, me despierto y nos vamos juntos. Quizás por el afán de no demorar la salida, de no ser el último, la tarea dejó de cobrar importancia, el interés del individuo pasó por encima del interés común; “que él quede mal, al cabo que ni me importa”. Moraleja; si tienes vecina no confíes en ella, no sabe que los citófonos existen. Triste, muy triste.

Bendecido por la puntualidad de algunos compañeros y, sobre todo, por la casualidad del festejo de la noche anterior de otros (a ustedes mil gracias y al homenajeado muchos éxitos), mi destino no fue llegar de último. Aunque la llegada a la entrada 4 no fue nada triunfal, no se comparó en lo más mínimo con el hecho del pequeño bus que fue demorado y apartado para llevar a “los que no se pudieron levantar”.

Así pues, empezó el recorrido por las carreteras de nuestro país a través de hermosos paisajes hacia el destino turístico por excelencia del departamento de Boyacá, Villa de Leyva. A pesar de la hora, se vivía un ambiente jovial y burlesco en el pequeño recinto movible cuyos espacios individuales solo alcanzaban para albergar las extremidades de los gigantes. La felicidad mañanera alimentada por la gran expectativa, fue necesariamente interrumpida por la parada a “devolverle el alma al cuerpo”. Un caldo con costilla, un tamal, chocolate, dos gatorades rojos y un helado de chocolate con chips de chocolate de San Jerónimo cumplieron con la labor.

Finalmente, después de atravesar las benévolas curvas que conducen al gran pueblo de Samacá, llegamos a nuestro primer destino: cascada El Hayal. Un lugar mágico donde por largo tiempo ha convivido el árido desierto y el agua. Una gruta de 150 metros con caídas interminables de agua, vigilada eternamente por alguno de nuestros ancestros que no logró desprenderse de su belleza. Un lugar místico que inclusive se apiadó de sus invitados y alivió por algún momento sus dolencias. La caminata para estar cerca a ella no es fácil, como si se hiciera la difícil, te reta. Ahora me arrepiento de hacer caso omiso a ese correo de segundo de primaria que exigía llevar mudas, ropa que pudiera ensuciar y tenis cómodos y con agarre.

Unos minutos después me regalaron la oportunidad de caminar por un sendero de pocos metros de ancho bordeado a ambos lados por desafiantes acantilados de al menos 60 metros de altura. El camino cada vez se hace más angosto hasta llegar al punto denominado como el Paso del Ángel; ancho de unos 40 cm que siembra la duda de continuar hasta en el más valiente. Esta vez, probablemente inspirados por la grandeza del lugar, la mayoría asumieron el desafío.

Agotado, quizás por las mezcla entre las actividades y las pocas horas de sueño, partimos al núcleo de inspiración de la discusión del huevo y el paso del avestruz. El primero, altercado al mejor estilo de la señorita Guainía con su “cartagening in Hilton” o de la señorita Antioquia con su “mujer a hombre, del mismo modo en el sentido contrario” que dejó en tela de juicio la calidad de la educación impartida en los primeros grados. El segundo, movimiento elegante, refinado y rebosante en ritmo que sería ejecutado a altas horas de la noche. Acá, sabores de animales exóticos se encargaron de estimular cuidadosamente los sentidos y proporcionar un excelente adiós a los que partieron de vuelta a la capital.

Después de chequearnos en el acogedor hotel de la plaza mayor, darme un merecido baño y del shopping realizado en los alrededores, continuamos con la cata de la amplia gastronomía local cultivada por decenas de extranjeros que al igual que el indio en la cascada, se enamoraron de la belleza de la zona rehusando volver a sus lugares de origen. La velada fluyó llena de risas, cuentos e historias inverosímiles de tenis de mesa acompañadas por grandes clásicos del rock en inglés interpretados por un poliglota de la música, que al mejor estilo de Glee, el grupo seguía.

Los grandes clásicos del rock fueron tal vez la razón por la cual decidimos partir. Carole King con su “You’ve Got a Friend”, claramente no era el combustible apropiado para la ocasión. Mr Coquí (especie de rana endémica y símbolo nacional de Puerto Rico) fue el perfecto albergue para patrocinar momentos más “activos” durante las siguientes horas. Bajo la batuta de 11 líderes con mágica actitud embotellada, patrocinados además por los grandes clásicos de mi primera miniteca, saltaron a la pista los mejores pasos del grupo. Euforia que desfilaba entre nuevos y antiguos sin distinción, desató equilibrios de botella, pasos de conejo, garotas. Cómo no olvidar aquel hombre murciélago perseguido por su inconfundible Gatúbela. Uno a uno, gastados por el festín fueron retornando a los aposentos. Los que quedamos, sin nada que envidiar al grupo insignia de la rumba catalana, presentamos nuestra propia versión de serenata personalizada, que, desafortunadamente pasó inadvertida para el festejado y homónimo de la canción repetida varias veces.

Afectado un integrante de la morada que compartía por algún espíritu maligno, cordero y agua bendita se combinaron para realizar la acción sobrenatural de la expulsión de ese ente siniestro invasor de cuerpos. Al él, mis mas sinceros agradecimientos; no todo desplazamiento forzado es negativo. Gracias.

Amanecí feliz. Desayuné. Sobraron unos cuantos batimóviles que utilizamos para patrullar la zona húmeda aledaña como preludio a la partida. Nos embarcamos de vuelta a la vida real, no sin antes presenciar lo que le dio ese gran final a tan recordado evento; un show de mimos, con uno que otro corresponsal atravesado.

Así fue. Un evento “interesante”, anécdotas que seguro perdurarán por largo tiempo, donde personajes que pensé sólo existían en las tiras cómicas o en la televisión, encarnaron y fueron más reales que nunca; paseo de animales, superhéroes, bailarines, mimos, gigantes, líderes y poseídos.