27 de enero de 2011

Del Poder de las Planas




Estoy convencido que la educación entra mejor a punta de planas. Yo soy la evidencia. No volví a meter verduras en la caja de chicles, he compartido todo con mis hermanos, jamás volví a alzarle la voz a los mayores y nunca pero nunca, volví a jugar trompo en la entrada de mi casa cerca a los jarrones.

En la casa – especialmente mi papá – siempre han sido bastante estrictos en sus métodos de gestión. Desde pequeño, cualquier embarrada que hacía, cada regla que rompía, cada nota mala que traía era motivo para desencadenar acciones correctivas. Estaba prohibido responder y, cuando era necesario, tocaba hacerlo con “señor”. La cosa funcionaba algo así como el garrote y la zanahoria o mano firme, corazón grande. Siempre un poco más de mano firme.

La mano firme se expresaba mediante el castigo típico de la época. Nada de televisión, nada de salidas con los amigos, nada de computador y el recorte de la mesada. A veces una sola, a veces alguna combinación o, en el peor de los casos, todas juntas. Sin embargo, siempre había una penitencia adicional: las planas. Fuera una sola, alguna combinación o todas juntas, las planas siempre hacían parte del combo castigo. Hojas en blanco esperando a ser llenadas una y otra vez por la misma frase por lo general extensa – 50, 100, o 200 veces dependiendo de la falta cometida. Cada plana además tenía fecha de entrega. Era mejor cumplirla. No funcionaba como en el colegio que después del último plazo siempre vienen 3 más. Acá, si se vencía el plazo se duplicaba el número de frases y se ampliaba la duración del castigo. Había que hacerlas, no había de otra. Me acuerdo mi papá diciendo con ironía extrema: “Perfecto, yo no tengo ningún problema en darte la mesada y que salgas con tus amigos, muéstrame las planas que te pedí hace una semana y no hay ningún problema” – siempre hacía énfasis en el “ningún”. Viernes por la tarde y a correr a hacer planas.

“No debo jugar trompo en la entrada de la casa cerca a los jarrones”, esa es seguramente la plana que más recuerdo. Casi como si fuera ayer. Creo que es la frase que más rápido escribo hasta el día de hoy.

Como en todos los colegios, el año escolar fluctuaba de una moda a otra. Los tazos, las monas, cuca patada, súper triumph, el yoyo, paredón, las piquis o la popular coca, iban y venían llenando los espacios vacíos de los recreos. Esa vez era época de trompo. Con lo que pasó, francamente hubiera preferido que chicle americano o mesú se hubieran puesto de moda.

Me acuerdo que había comprado un trompo amarillo biche en la rotonda que hay en la alhambra. Era de plástico, de tamaño mediano y tenía la punta de metal. Cómo olvidarlo. Todos los días lo llevaba al colegio. Lo sacaba cada vez que podía, antes de las clases, entre las clases, en los recreos y mientras que esperaba el bus. Apostábamos los trompos y también jugábamos a hacer trucos. Lo segundo era mi fuerte.  Teníamos trucos como el puente, hacerlo bailar en la mano, el ascensor o el grandioso pico al aire. Trabajaba todo el día perfeccionándolos.

No podía parar. La adicción me llevó a jugarlo no sólo en el colegio sino también en la casa: en el parque, la portería, en el garaje y hasta en la entrada del apartamento. No encontré ayuda a tiempo. Pasó lo inevitable. Una de esas tardes, tratando de hacer el pico al aire – el truco consiste en lanzar el trompo y antes de que toque el piso halar fuerte para que éste salga girando en el aire y poderlo atrapar para que baile en la palma de la mano – halé más de lo que debía. El trompo salió volando más alto de lo que mi mano pudo llegar. Impotente, vi como en cámara lenta siguió una parábola perfecta que terminó con la punta de metal incrustada en el jarrón de porcelana negro y dorado que mis papás habían traído del otro lado del mundo en su luna de miel. Pedazo a pedazo vi como una gran porción del jarrón, al igual que mi mundo, se desmoronaba. No había nada que pudiera hacer. Mi mamá llegó corriendo. A pesar que hice lo posible para bloquear su línea de vista hacia el jarrón, se dio cuenta. Por más que le ofrecí horas de oficio, idas a misa, cuidar a mis hermanos y mil tratos más, no logré convencerla que no le contara a mi papá – como si él no se diera cuenta aún si mamá no me sapeaba. Con él la cosa era grave

Nada de televisión, nada de salidas con los amigos – del colegio derecho a la casa y viceversa – nada de computador y la eliminación completa de la mesada. Todo lo que por derecho me ganaba, iba sin escala alguna a pagar el arreglo en la Casa de la Porcelana. Caro. Me demoré un poco más de la mitad del año pagando tal jarrón. Pero eso no fue lo que más me dolió: “No debo jugar trompo en la entrada de la casa cerca a los jarrones”. 100 veces en una semana. Como igual seguía castigado por mucho más tiempo, no me molesté en hacerlas. Grave error. Cuando el castigo se había acabado y me disponía a retomar por fin mi abandonada vida social, la cifra ya iba por 4 veces la original. Por más que corrí, 400 frases de esas en una tarde es un logro imposible. Me quedé sin salir. Santo remedio.

Nunca jamás volví a jugar trompo en la entrada cerca de los jarrones, ni volví a realizar muchas otras embarradas que alguna vez hice y que me llevaron directo a las planas. Las considero como un método sumamente efectivo. Tanto así, que invito a cada individuo e institución a implementarlas. En las casas, los colegios y universidades, los deportes, las UPJ y cárceles, hasta en el gobierno. Sobretodo en el gobierno. Que se conviertan en parte del combo castigo de cada uno.