21 de septiembre de 2010

Del Susto Más Grande de Mi Vida



Sí. Por increíble que suene y por más vergüenza que me de, es cierto, a mí me pasó; “se me bajaron las paperas”. Tengo pruebas.

Tengo la firme creencia que me diseñaron mal. Que algo pasó cuando estaban haciendo el molde del que salí. El tipo encargado de fabricarlo, cuando iba por la parte de la garganta, se descuidó. Se le cayó algo, o le faltó hacer algo. En últimas, salí mal.

A pesar que me considero una persona sana, la garganta siempre ha sido mi karma. En los paseos del colegio, en la maleta que me ayudaba a hacer mi mamá, o más bien que a veces yo le ayudaba a hacer a ella, nunca faltó el fajo de pastillas de Mebucaína y la botella de color verde de Benzirin que metía en una bolsita mientras me decía: “seguro coges algo por allá, es mejor prevenir”. Dicho y hecho – no se por qué las mamás tienen ese poder más que de videntes, de poder convocar tragedias. Lo que empezaba como una simple molestia, escalaba gradualmente hasta convertirse en un dolor punzante que me obligaba a ir al médico a oír el mismo diagnóstico: la famosa amigdalitis. Antibiótico y a la cama.

Se volvió un rito. Religiosamente, cada 3 meses me sentaba en urgencias a esperar la misma receta. Para empeorar las cosas, no sólo el dolor era cada vez mayor sino que se empezaron a generar abscesos - bolas, llenas de materia bastante desagradables – que me tenían que drenar. Me rociaban disque anestesia para que después disque no sintiera el bisturí que usaban para hacerme un corte en la garganta.

Después de 4 o 5 veces, me decidí operar. Quitarme finalmente las amígdalas con la ingenua pretensión de no volver a enfermarme nunca. Aparte de rescatar el hecho que gracias a los efectos de la anestesia general tuve el coraje de pedirle el celular a la que habría sido mi instrumentadota quirúrgica – por cierto, nunca me lo dio – la operación y el periodo de recuperación no fueron muy divertidos. Sin embargo, ya había salido de eso, no más dolor.

Como si se tratara de vengar por haberme intentado escapar, el karma volvió aún peor. Pocos meses después, el dolor nació y empezó a crecer, la cara se me empezó a hinchar día tras día, el tamaño no era proporcional al cuerpo. Empecé a verme como una caricatura. Mi boca se perdía entre la gran superficie y mis cachetes parecían tener bombas de feria por dentro – los de Kiko se quedaban en pañales. Volví al médico.

¿¡Paperas!? Esa enfermedad se supone que ya no existe, para eso recibí las dosis de la triple viral – sigo buscando que se imparta justicia a la persona que seguro dejó caer al piso alguna dosis y por remplazarla llenó algún otro envase con agüita pensando: “eso seguro no pasa nada”. Quién sabe qué me inyectaron. Casi un mes en reposo total, no podía salir ni nadie podía visitarme. Tenía mi propio set de cubiertos. Con las personas que hablaba me decían que me cuidara, que eso podía ser peligroso. Mi abuela – en su función de mamá convoca-tragedias – dijo: “hijo, no se vaya a mover nada, ni un centímetro, eso si se mueve, se le bajan”.

Casi terminado el mes – ya la inflación estaba cediendo – alegre de mi evolución y entreviendo la luz al final del túnel, me acosté con un dolor leve en la zona abdominal. No le paré muchas bolas – digamos que él a mí sí. Me desperté con un malestar agudo. Como cualquier hombre corriente, me levanté de la cama derecho al baño. Oh sorpresa cuando descubrí que algo no estaba del tamaño acostumbrado. Me paré sin ropa frente al espejo. Preocupado, nervioso, temblando y con los ojos aguados, alcancé a decir en voz alta: “hijueputa… se me bajaron”.

Desesperado y consciente del peso que ahora cargaba, caminé a la máxima velocidad posible de regreso a mi cuarto a esperar por lo que parecieron horas a que el computador se prendiera. Acudí a San Google en busca de conocer exactamente qué me había pasado. Lejos de tranquilidad, la búsqueda aumentó mi preocupación. Expresiones como “atrofia completa”, “disminución de tamaño”, “infarto testicular”, “consiga atención inmediata”, y mi favorita, “infertilidad”, hicieron que mi imaginación volara y empezara a plantear miles de escenarios, ninguno positivo. Pensé que si pudiera devolver el tiempo, hubiera ido a un banco de esos a guardar una parte de mí para poder usarla en el futuro. Tratando de buscar una segunda opinión un poco más positiva, llamé a un amigo versado en el campo de la medicina. El tipo, en medio de mi confesión y sin importarle mi estado anímico, estalló en risa: “vaya rápido al médico”, se limitó a decir. Me quedé pensando en cómo decirle a mi mamá lo que había pasado. Salí del cuarto, caminé – cada vez con mayor dificultad – hasta la cocina: “mamá, necesito que me lleves a urgencias… creo que las paperas se me bajaron”.

Para empeorar las cosas, me tocó una médica chusca. Le conté la historia de las paperas y, con lo poco que había aprendido, intenté poner la situación en términos médicos. Me miró raro, como sabiendo que hacía lo posible para no deshonrarme. Para descartar otras lesiones, estableció que tenía que tomarme una ecografía; acostado, con una bata, ungido con gel frío y con un aparato que se movía y que trasmitía las imágenes que captaba a una pantalla en blanco y negro. Esperando a que me la hicieran, las dos señoras embarazadas que estaban adelante mío en la fila, me preguntaron si esperaba por mi “esposa”. La que llegó con el turno posterior al mío, al verme entrar solo, me miró extrañada.

Salí con la experiencia chuleada de la ecografía directo a un especialista. Entre semanas de fiebre alta, dolor de cabeza, dolor abdominal y un sentimiento de pesadez - de literalmente estar cargando un peso extra en las joyas de la familia - transcurrió la recuperación. Con la excusa de visitarme, “amigos” llegaban a la casa para ver el souvenir de esa ecografía que retrataba mi lado izquierdo unas cuatro veces más grande que la vecina de la derecha. A disfrutar del mal ajeno.

Para los preocupados, todo salió bien. Fue sólo el susto más grande de mi vida. Lo mejor de todo, ya soy inmune, me explicaron que no puede haber segunda vez, que al igual que con la vacuna, es imposible que a uno le vuelvan a dar paperas.

13 de septiembre de 2010

Del Arte del Piropo


El piropo, conteniendo un amplio espectro de atribuciones y variables maleables, debe ser considerado como una nueva rama de las disciplinas artísticas.

Usualmente cada 15 días, como si de un extraño culto se tratara, asisto fervorosamente al templo de cultura y pasión al que me inscribieron involuntariamente por primera vez hace ya casi dos décadas. En mi más reciente visita al santuario descolorido de la 57 – por estos días se encuentra más gris que nunca – el sermón, esta vez, llegó a su cúspide en el desfile de porristas frente a miles de feligreses acontecido justo en la mitad de la misa. Una explosión de sabiduría, creatividad y recursividad que me abrió los ojos. Me dejó en un estado inusual; entre estar conmovido y conmocionado. El conocido halago dirigido hacia las animadoras, tomó una dimensión desconocida que me llevó a reflexionar profundamente. Me dí cuenta que el piropo, sin lugar a duda, es un arte.

Es comparable, incluso, con las más aceptadas y respetadas disciplinas como la pintura, la música o la literatura. En esencia no difieren: son vehículos a través de los cuales se pretende expresar una visión del mundo, una idea o una emoción partiendo de características culturales específicas. La diferencia yace y se limita apenas por el recurso que se emplee. Existe una variedad de géneros que componen la materia y eruditos que han logrado llegar a la cima de su expresión.

Si nos remitimos  a la primera definición del diccionario de la real academia española, detallan el piropo como una piedra fina de color rojo fuego, un rubí. Aunque acá, por lo menos para la mayoría de gente, adopta un significado un poco diferente - un cumplido, usualmente acompañado de un símil o una metáfora hecho a otra persona para ganar su voluntad y subir la moral – la primera definición no deja de ser cierta. Claramente existen unas joyitas de piropos, unos verdaderos rubís.

Así como existe el impresionismo, el surrealismo y lo abstracto en el arte, el bolero el pop y el reggae en la música y el narrativo, el poético y el dramático en la literatura, el piropo posee géneros que dividen su amplio campo de acción.  Aventurándome a crear la primera división de este nuevo arte, diría que el criterio de clasificación depende no sólo del contenido del mismo sino del tono de voz utilizado al emitirlo y el objetivo deseado. Crearía tres géneros.

El tosco o rústico. Este es la forma de arte más popular. Encontrado en abundancia en lugares públicos que tienen gran afluencia y movimiento de gente, en su mayoría integrantes masculinos. El estadio, las construcciones y los afiches que sirven de decoración en las fondas paisas son buenos ejemplos. Por lo general, el piropero – el que lleva a cabo el arte del piropo, igual que pintor, músico o poeta – lo efectuará en público, a una distancia prudente del objeto a deleitar y a altos volúmenes con el deseo de fundar carcajadas entre los presentes y lograr la aprobación de sus allegados. Usualmente utiliza metáforas directas y altamente descriptivas que puede decorar con objetos, animales o profesiones: “en el trancón de mi corazón, tu eres la buseta que más pita”, “nadie sabía que eras un ángel… hasta que abriste tus alas” o “preséntame a tu ginecólogo para…” – por decencia se dejan a la imaginación del lector. Previo al acto, se acompaña de un silbido de tono agudo y algún sinónimo de bonita – léase mamasita, mi amor, hermosura, hembrita, etc.

El casual o inesperado. Es el más versátil e inquieto de los tres. Se realiza comúnmente en lugares y eventos de reunión social. Este es mucho más privado – si se da en grupo es común que se utilice un tono de voz un poco bromista – por lo general participan únicamente el piropero y el piropeado. Normalmente, dadas las condiciones del ambiente - música alta y gente alrededor – se realiza cerca de la otra persona para que sólo ésta lo pueda oír utilizando un tono de voz no muy alto. Tiene la naturaleza de tener un alto potencial pero al mismo tiempo ser recatado. Si se esgrime de gran manera tiene la propiedad de crear duda: “¿qué habrá querido decir con eso?”. Podrían caer en el género el “te ves increíble hoy” o “¿qué te gustaría desayunar?” depronto – raspando – un “¿tu has ido a Venus? Porque yo voy a Marte todos los días”.

El refinado o elegante. Ocurre raramente. El género femenino podría alegar que está en peligro de extinción ya que su esencia habita en pocos ejemplares. Este tiene la propiedad de ser uno más elaborado dirigido a una sola persona. Usa información privilegiada de gustos específicos. A veces incluso, no se limita a las barreras del lenguaje, va siempre más allá. De pronto un dibujo, una canción o una artesanía. Es planificado y por lo general tiene un objetivo superior que busca sellar un paso o abrir camino hacia otra etapa. Marca un hito. Por obvias razones, está dirigido a una persona que ya se conoce.

El nuevo arte es tan flexible que el piropero no está encasillado en un género en particular, si bien puede buscar la especialización, los limites entre un género y otro carecen de barreras, son perfectamente transitables. Un piropero podrá tener la fortuna que no tuviese Pablo Neruda si hubiese escrito una comedia o que no tendrá Paco de Lucía si lanza una nueva canción de reggae en inglés. El género, más que depender del autor y su época, depende de otros elementos: de la persona piropeada y la reacción que se espera, del ambiente y claramente, del lugar; todos maleables al creador.

Consciente de la gran importancia y del potencial subvalorado que tiene este tipo de arte en la vida cotidiana, los invito a la meca que logró inspirar esta entrada. A que agucen el oído – seguramente descubrirán el final del ejemplo de piropo rústico – y se dejen seducir por los varios ilustrados que durante 15 minutos pregonan las más creativas y profundas frases que sin duda alguna los llevarán, sino a iniciarse, por lo menos a pasear un rato a través de la universidad del piropo. A que lo apoyen, lo practiquen y a convertirse, porqué no, en un artista de talla mundial – eso, o un dueño de una fonda más.