24 de diciembre de 2010

De la Maldita Tómbola de la Vida




Aunque he tratado evitar temas controversiales – léase política, religión y fútbol – sería inadmisible no dedicarle un lugar en este momento a lo que cobra tanta importancia. A lo que en los últimos días ha ocupado tan gran espacio en nuestros medios. Sería injusto ignorar un semestre de enemistades y enamoramientos.  Odioso pasar por alto la mediocre felicidad producto de la tristeza. Falso no hablar de la convivencia pasional entre la rabia y la tranquilidad. Egoísta no mencionar el sentimiento inestable entre la plenitud y el gran vacío. Sería imposible no hablar de esa recurrente pero efímera ilusión alimentada por esa inagotable fe.

Desde la primera vez que lo vi, tal como dice el cántico de las populares, nació ese fuego interior que puso a rojo vivo mi corazón. Dictó mi color y animal preferido. Ese 2-1 contra el Deportes Quindío, hizo que me enamorara a primera vista. Sino fue el primero, es con seguridad de mis recuerdos más antiguos. Desde ese entonces me llaman iluso, perdedor de tiempo, apasionado, ciego, soñador, engañado y a veces ingenuo. Es cierto, soy todo eso. Como no serlo siguiendo a un equipo que nunca he visto alcanzar esa lejana estrella. Siguiendo a un equipo que no tiene la hinchada más grande del país. Siguiendo un equipo que no es ajeno a la cochina mancha del narcotráfico y la corrupción. Siguiendo un equipo que su palmarés polvoriento se congeló hace 35 años. Siguiendo un equipo de pagos atrasados y deudas constantes. A pesar de todo, como no serlo, si cada lunes espero que sea domingo solo para poder ir a verlo entrar a la cancha y volver a sentir lo mismo que esa primera vez.

Por increíble que parezca, no estoy solo. Como yo, hay otros 7,000 de rojos corazones. Igual de idealistas y soñadores. La inmensa mayoría nunca lo ha visto dar esa anhelada vuelta. Como yo, son hinchas de corazón, sin razón. Como ser de otra cosa si es que a nadie le gusta perder. Solo ellos entenderán que significa ser hincha de este equipo. Solo ellos disponen de la locura suficiente para ser parte de esta parábola.

No lo niego. Probablemente el domingo 12 de diciembre nunca se me borrará. Esperé ilusionado desde el miércoles anterior. Fantaseando en nubes que nunca habían estado tan altas sobre lo que podía ser, sobre el que pasa si. Con una sonrisa que expresaba una mezcla entre emoción, alegría y nerviosismo me fusioné a la multitud que añoraba lo mismo que yo. La angustia y la impaciencia aumentaban a medida que pasaban los minutos. Cada uno de los 88 minutos que pasaron duraba una semana entera. Finalmente, pasó. Un vacío inmenso se adueñó.

Si hay algo aún más impresionante que ver 26,000 personas desenfrenadas, cantando al unísono, saltando, haciendo el estadio temblar, es ver a esas mismas 26,000 personas calladas, totalmente enmudecidas. Ni siquiera en un minuto de silencio había sentido el escalofriante sonido del silencio repicar tan fuerte. 26,000 almas se desmayaron al mismo tiempo. Por primera vez en mi vida, pude oír las voces de los jugadores del equipo contario celebrando. Me quedé esperando, tratando de entender que había pasado. Aún hoy no logro entenderlo. Es doloroso ver como en menos de un abrir y cerrar de ojos, la historia que ya se cree propia, pasa a manos ajenas.

Es probable que nadie lo pueda expresar mejor que ese predicador bohemio francés enamorado de Suramérica. La vida es una tómbola. Pero que maldita tómbola; un depósito en constante movimiento repleto de fichas esperando a ser alcanzadas por esa mano controlada por la diosa fortuna. Así también es el fútbol, su mejor símil, la fiel representación de tan irrefutable verdad aún más en nuestro país. Acá no existen líderes perpetuos como en el viejo continente. Acá, al parecer, todo recae en la aleatoriedad que proporciona el momento. El problema reincide en que ese momento siempre pertenece a otro. Como lo expresaba en días recientes Matador en su caricatura diaria en algún periódico de nuestro país, el momento para los nuestros toma forma fugaz. Parece además condenado a repetirse cada seis meses por toda la eternidad.

Al igual que a Matador, me contenta que el equipo les haya dado tanta alegría – nunca me hubiera imaginado cuanta – a tantas personas. Que les haya cedido el material necesario para trabajar y tratar de destruir lo que ya está devastado. Para los que disfrutan, adelante, ya sentimos lo peor. No hay nada que pueda hundirnos más. Me halaga que mis amigos se acuerden de mi en las malas. Gracias por sus llamadas y mensajes. Con los que he perdido un poco el contacto o con los que nunca he hablado de mi equipo, me agrada que se hubieran tomado el tiempo para escribirme a mi celular, a mis correos y a Facebook. Gracias también a los que compartieron chistes conmigo, hace mucho no me reía tanto. Espero que en las buenas estén también ahí. No tenía ni idea de la cantidad de personas que estaban pendientes del equipo. Que alegría saber que lo siguen tantos. Que alegría saber que no es que no les importe el fútbol colombiano, sino que solo necesitan la ocasión perfecta para acordarse que existe.

Me quedaré esperando como el idealista que soy, paciente e indefinidamente, que algún día pueda ver como lo ajeno por fin se convierta en propio. Seguiré siendo iluso, perdedor de tiempo, apasionado, ciego, soñador e ingenuo. En últimas, estoy seguro que cualquier cosa – incluso eso – puede pasar.

La vida es una tómbola y arriba y arriba.

A manera de aviso legal, entiendo que lo escrito acá pase desapercibido por la gran mayoría. Entiendo que no entiendan porqué muchas veces la pasión se sobrepone a la razón. Que nada de lo anterior califique como un “motivo”. Que sea incluso hasta ridículo y razón de burla . No me importa. Soy hincha de Santa Fe y como eso escribo.

9 de diciembre de 2010

Del Verde y la Paciencia



Cuando oí el “crack” justo antes de lo que iba a ser el mejor gol de mi vida, grité. No solo del dolor y la rabia, sino también por lo que venía; otra visita a “urgencias” en alguna de las más “prestigiosas” clínicas del país.

Verde, amarillo o rojo. Esas son las tres etiquetas que existen para catalogar a los pacientes que entran por “urgencias”. Uno no puede escoger. Ellos, a ojo, ponen la que les parece. A mi desafortunadamente – no me creyeron la cara de dolor – me pusieron la verde.

Cada color tiene una connotación distinta. Como en un concierto, hay derechos, privilegios y servicios que se pueden obtener dependiendo de la boleta. Verde equivale a gallinero. Hay filas para todo – incluso los baños. Las sillas, cuando hay, son incómodas, no hay servicio personalizado, hay poco espacio y la gente por lo general no sabe que está pasando, se entera por diferido. No importa la pataleta que haga. El atributo de los verdes es tener que ser pacientes, realmente pacientes.

Cuando llega un amarillo o rojo, hay que darle paso. No importa si hay 100 verdes esperando desde hace 3 días, cuando llega uno de ellos – normalmente en limosina con sirena – muestra su pase VIP e inmediatamente le levantan las cadenas para que, por el tapete rojo, pase al frente de la fila. Los verdes, esperando atrás. Como si a cada uno lo sometieran a ese escáner humano popular en las discotecas codiciadas de la ciudad que exige la camisa de cuello y los zapatos de marca para poder entrar.

Ya adentro, me ilusionaron con la rapidez en la toma del pulso, la tensión y el registro en caja: “Menos de 10 minutos y ya he hecho todo esto, seguro me atienden rápido”. Mentira. Todo se fue al piso cuando le pregunté a la señora que atendía en la caja más o menos cuanto faltaba para que me atendieran. Creo que la mayoría sabemos que significa: “Mmm… la verdad no sabría decirle”.

Desalentado, empujé mi silla de ruedas hasta seguir el patrón de las demás que estaban fijas en la sala. En la sala de espera había de todo. Desde la jovencita acompañada por su mamá con tos más falsa que un billete de 3,000, hasta el tipo que llegó con el casco destrozado y golpes comprometedores producto de la caída en su moto en la 85 con circunvalar. Busqué distraerme, dejar a un lado el dolor. El televisor LED trasmitía Animal Planet.  Un especial de 5 episodios en línea de César Millán en el Encantador de Perros. Estoy seguro que ya podría escribir un manual para hacer que su perro deje de morder las pantuflas.

Después de un par de horas, se asomó un doctor recién egresado anunciando mi nombre. Como si se tratara de la última ficha para completar el Bingo, alcé la mano emocionado con una leve sonrisa. Mi hermano, un poco más desesperado por esa combinación entre el humor perruno, la espera y los olores particulares del hospital, me empujó hasta el consultorio 6 donde ya esperaba el Doc. Viendo mi pinta deportiva, un pie inflamado con hielo y, sabiendo que llevaba en pantalla horas resaltado en verde, me preguntó con la displicencia que usa cualquier tendero a medio día: “Cuénteme, ¿en qué le puedo ayudar?” – que descaro. Ahora que lo pienso me hubiese gustado contestarle que había hecho fila para preguntarle por la mamá. En vez, le conté la historia. Me respondió que debía tomarme radiografías para descartar una posible fractura. Pasaron 5 minutos y ya estaba otra vez por fuera del consultorio: “Espere en la sala que ya lo llaman” – que alegría.

Otro episodio. Rex había sido malcriado, estaba acostumbrado a ser el rey de la casa, el líder de la manada. Cualquier cosa que quería – sigo sin entender como hacían los dueños para saber lo que quería – Rex la obtenía. La lista de juguetes en su posesión era – ésta la oí hace poco en el estadio – más larga que peo de culebra. Monumental. La dueña no actuaba con él de manera calmada y acertada. Un caso perdido de no haber sido por el realizador del sueño americano. Menos mal.

Justo en la mitad del siguiente capítulo, cuando mi hermano ya cabeceaba igual que esos perros que se encuentran por lo general en los carros de color amarillo, salió un doctor a llamarme. Este era diferente, un poco más joven. Era el que me tomaría las radiografías. Después de poner mi pie en posiciones poco naturales, me llevó a otro consultorio donde la enfermera entró unos minutos después para ponerme una inyección de Voltaren para aliviarme el dolor. Me pidió que me bajara la pantaloneta y me acostara boca abajo. Sentí un leve pinchazo que dio paso a un flujo constante y espeso parecido a plastilina. El dolor pasó del pie a la nalga derecha. “Listo, espere en la sala que ya lo llaman”. Esta vez me tocó esperar de ladito.

Alcancé a ver el final del episodio. Mostraba un video casero hecho por los dueños de Cookie dándole las gracias al encantador por haberlos educado a tratar al perro como perro. A las tres de la mañana salió el doctor que me atendió la primera vez. Consultorio 5 esta vez. Me dijo que creía que tenía un esguince. Que creía que la radiografía no mostraba nada más.  Sin embargo, no estaba seguro. Que mi lesión la tenía que ver un ortopedista. Para mi sorpresa, no me mandaron de nuevo a la sala de espera. Me mandaron a la casa. Resulta que no había ningún ortopedista de turno, o por lo menos ninguno que pudiera atenderme. Me dieron un papel para que volviera a las nueve de la mañana ese mismo día. Se la fumaron verde.

Me toco repetir el mismo proceso. Entrada, turno, pulso, tensión, admisiones, médico general, especialista. Todo en 3 horas – que eficiencia. Al menos me habían cambiado el programa por Día a Día y Gata Salvaje en Caracol. Salí verde. En definitiva creo que no volveré a “urgencias” a menos que sea amigo del camaján de la entrada y tenga el pase VIP que me ponga al frente de la fila. Ojalá no sea pronto.